jueves, 8 de enero de 2009

"Morir" la vida

Estuve pensando en cómo algunas cosas de la vida se resuelven en una paradoja. Es decir, hay hechos, circunstancias en el desarrollo de nuestras vidas que a poco de analizarlas desde una perspectiva diferente se nos presentan muy distintas de lo que nos parecían en un principio.
Leía en un texto de un filósofo francés llamado Alexandre Koyré una frase que encierra poderosas consecuencias. Dice Koyré: “...todo lo que vive está sometido al tiempo y al cambio. Solamente las cosas muertas y desaparecidas permanecen inmutablemente iguales”. Estas palabras me conmovieron y me hicieron ver las cosas de otra manera.
Hoy tengo cincuenta y tres años. Si analizo cómo vivo hoy y lo comparo con la forma en que enfrentaba a la vida hace treinta, veinte, diez años atrás siento vértigo. Esa sensación que se siente cuando uno está frente a una gran profundidad, cuando nos asomamos a un pozo del que no vemos el fondo. Siento vértigo. Tanta es la distancia que separa a aquel joven, a aquel adulto, de este Eduardo de hoy.
Estuve pensando, también, que esa diferencia entre “aquellos Eduardos” y éste es una ilusión. Es una ilusión que parte de la pretensión de que yo soy siempre yo, igual a mí mismo, inmutable, inalterable. Es la ilusión que nos produce la mayor angustia de la vida: sentir que nos ponemos viejos, saber que nos estamos muriendo.
Pero aún esa angustia es una ilusión. No nos estamos poniendo viejos en el sentido de que nos estamos deteriorando, de que nos estamos arruinando. Simplemente estamos vivos. Y porque estamos vivos vamos cambiando. Solamente las cosas muertas y desaparecidas permanecen inmutables. Porque estamos vivos vamos dejando en nuestro mundo (es decir, en las cosas y las personas que nos rodean) partes de nosotros mismos. Vivir es eso: ir dejando un poco de nosotros en cada instante.
Además la vida es inexorable. Si vivimos, vivimos. Si vivimos necesariamente vamos dejando parte nuestra. Si vivimos, jirones de nosotros van quedando en forma de afectos, de caricias, de dolores, de alegrías... Pedazos de nuestra vida se convierten en solidaridades, en olvidos, en trabajos, en omisiones... Un poco de nosotros pasa a formar parte de nuestros amores, de nuestra pareja, de nuestros hijos, de nuestros amigos... Cada día dejamos un poco de nosotros mismos. Sí o sí. Inexorablemente. Queramos o no. No recuerdo ahora si Pablo Milanés o si Silvio Rodríguez (uno de los dos, no importa mucho quién) dice más o menos así: “El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos. El amor ya no lo expreso como ayer... En cada conversación, cada beso, cada abrazo va quedando un pedazo de mi ser...”.
Por eso digo que la diferencia entre el Eduardo de los quince años, o el de los veintitrés o el de cualquier momento con este Eduardo de hoy es una ilusión. Soy el mismo precisamente porque fui cambiando. Puedo ser yo, Eduardo, no a pesar de los cambios, sino gracias a los cambios que se dieron en mi vida.
Y me animo a decirte, amigo: que no te asombre ver cuánto has cambiado, que no te angustie el descubrir que hoy pensás distinto que ayer. Simplemente viviste. No te asuste, no te angustie verte envejecer. Es más, no te esfuerces por parecer siempre joven al estilo Mirta Legrand. Pobre gente esa que está pendiente de parecer siempre joven, que quiere que “los años no pasen”. Recordá: no te estás poniendo viejo, has ido dejando tu vida al vivirla. Que por otra parte, es la única manera de vivir la vida: dejándola.
Además, si creés que sos siempre el mismo, que siempre pensás igual, si sos de los que decís “yo soy así”... Seguramente estás mirando tu vida de manera equivocada. O quizás... estás muerto.
Hasta el próximo número.
Eduardo Cappellacci

lunes, 24 de noviembre de 2008

Estas son las notas más destacadas de La Puerta del mes de diciembre